En la geografía española de la vid existe cuentos y leyendas que han llegado hasta nuestros días. Si hace unos meses presentabamos a la extensa familia de garnachas del Priorat convertidas en brujas y princesas de los cuentos de hada, hoy quiero hablarles de aquel que reina en los senderos, mesetas, llanos y ondulaciones, riberas y sierras castellanas, desde las riojanas a las de acento andaluz: El Bandolero Tempranillo.
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Sus andanzas en España la conoce todo el mundo, se ha transmitido de forma oral, de copa en copa de vino, en los pueblos catalanes al bandolero se le conoce como el Ojo de Liebre (Ull de Llebre), en las riberas del Duero como Tinto Fino o del País, en las tierras del Quijote es Cencibel y Roriz en Portugal. Es posible adivinarlo en una botella riojana señorial, en un vetusto barril manchego para ser vendido a granel. Por sus fechorías a veces tuvo que exiliarse, incluso al nuevo mundo. Hoy la banda de maleantes sigue cosechando fortunas y desdichas, es en España y Portugal donde más seguros se sienten y al menor descuido siguen convenciendo al incauto para que entregue la bolsa.
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Hemos escuchado desde la noche de los tiempos como la casta al bandolero castellano le venía de tierras francesas, pocos quieren aceptar que sus difusos ancestros fueran primos lejanos del sensible monje borgoñés Pinot Noir... quizás fue un huérfano abandonado por la orden de Cluny en tanto monasterio creado en tierras de castillos y batallas ganadas al Califa y ya se sabe, no pasa una generación para que en tierras de moriscos ibéricos el infante afrancesado termine en adolescente lazarillo y buscón barroco, que acabe armado con navaja manchega y que por su primer delito de sangre se eche pal monte en Andalucía para evitar la horca.
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En esas noches de luna y serranía el joven y audaz tempranillo labraría su destino, echaria raices escondido en campos durante el frío invernal para asaltar los caminos en verano hasta la vendimia, entonces sería el primero en retirarse a una oscura cueva para fermentar las riquezas obtenidas para que la leyenda surgiera meses después en tabernas de mala muerte al descorche de una botella sin etiqueta y el mito se agrandara entre labriegos y señores, entre viajantes y cuerteles: el Rey de las tierras de España es el Tempranillo.
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Ese macho, tinto peleón, pelo en pecho, botas de cuero, roble desgastado, dos pistolones en la faja y trabuco en mano, hedor de orín y sudor de caballo, es conocedor del terreno que pisa y especialista en escaramuzas, enseñó el modo de hostigar al enemigo francés cuando Napoleón pretendió reinar en la península. El francés fue desposeido de sus ansias imperialistas para que el bandolero siguiera reinando en los caminos y veredas como un tinto de mesa sin aspiraciones mientras España regresaba al absolutismo.
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Fueron los Riojanos los que con acento bordelés consiguieron darle estudios y una beca en la Universidad de la Vid. El tosco bandolero decidió hacer el master en oscuras bodegas y encerrarse por años en una botella. Fue entonces, con la experiencia y el paso del tiempo cuando fue admirado por su destreza, finura y escasa violencia.
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Ya entrado en años, El Tempranillo cuando asalta un carruaje, tras el descorche, primero ayuda a bajar a las damas ofreciendo su brazo, luego las acomoda en una sombra y les quita las joyas con sutileza y halagos a su belleza, luego a los caballeros les invita a depositar parte de su riqueza sin que decanten demasiado rápido las monedas para no estropear la tarde, que no es cuestión que se escape un disparo. Cuando se marcha a lomos de su caballo, todas y todos terminan suspirando por haber disfrutado de un sorbo de este bandolero español con elegancia afrancesada.
Tomado del Blog de Oriol Serra, texto original del autor